El solsticio de invierno, en el hemisferio norte, sucede cerca del 24 de diciembre. Es el momento en que el sol está más lejos de la tierra, y a partir de entonces, los días empiezan a alargarse de nuevo. Muchos monumentos neolíticos, con al menos 5000 años de antigüedad, se alineaban de tal forma que el sol los atravesara con precisión en cada solsticio. Es un momento celebrado por numerosas culturas en todos los continentes, con su correspondiente celebración en el hemisferio sur, alrededor de la noche de San Juan.

Coincidiendo con el nuevo año solar, los cristianos celebran la Navidad, el nacimiento. Varias iglesias cristianas admiten que podría tratarse de una fusión de costumbres, pero, en cualquier caso, desde la remota antigüedad, los hombres de tierras y culturas distintas celebran, en estas fechas, un nuevo comienzo. Los rituales y las celebraciones cumplen un propósito que parece necesario para nuestra propia estabilidad. Son momentos repetitivos que nos permiten asomarnos al curso de nuestra vida y que nos remiten a nuestra propia infancia. Cuando estos momentos se comparten con las otras personas que nos han acompañado en el viaje de la vida, sentimos mejor nuestra identidad y pertenencia. Hay un reencuentro con los demás y con nosotros mismos, y una parte significativa de la humanidad lo celebra simultáneamente. Es un buen momento para sentirse vivo y formular un nuevo comienzo, un renacer. Nuestro paso por la vida puede ser un despertar permanente, si nos lo proponemos. Tan solo depende de nosotros.

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