Soñar es un verbo del que podemos ser sujeto aún sin saberlo. Hay un soñar con los ojos abiertos, de viva o secreta voz, en donde el juego de la imaginación nos conduce hacia otros mundos posibles, dulces o terribles. Luego están esos otros sueños que tenemos mientras dormimos y que nos dejan adivinar lo que barrunta nuestra mente entre tinieblas. Esos dos soñares, separados por leves párpados, poseen el mágico poder de trasladarnos por un vericueto del tiempo y del espacio a otros lugares en donde a veces encontramos soslayo y otras tortura.
No sé en qué momento de nuestra evolución dejamos de ver lo que hay y empezamos a sustituirlo por lo que imaginamos que hay o por lo que nos gustaría que hubiera. No sé si tamaña confusión es obra de un encantamiento o de una necesidad de no ver, o por una combinación furiosa de ambas. Pero una cosa parece clara y es que, a día de hoy, no sabemos a ciencia cierta distinguir entre lo real y lo imaginario.
Hay oficios, como el de los escritores y los cineastas, que construyen ficciones para mostrarnos el mundo de diversas formas, y para que podamos aprender de lo nuestro en cabeza ajena. Mi oficio, en cambio, es del todo iconoclasta y antipoético. Me dedico a la tarea de desengañar y despertar al que anda a tientas entre el sueño y la realidad. Pero la primera dificultad de este empeño es que no puedo definir la realidad, pues siempre que pienso que estoy en ella, termino por descubrir, tarde o temprano, que también era un sueño. Solo he conseguido quedarme con una leve intuición de cómo es ese camino que parece llevar al despertar del otro y a veces al mío propio.
La senda es simple, muy simple, la más simple. Si hay otra más compleja, esa no es. La senda es corta, mejor dicho, si hay otra que sea inmediata, esa es. Se requiere de poco equipaje para recorrerla, y si se puede ir desnudo, mejor. Calma la mente porque se queda sin preguntas. Yo no estoy allí, pero en cambio me siento presente. Parece dura porque no tiene escondites, pero lo muestra todo. No hay modo de detenerse sin ser engullido de nuevo por la confusión y el dolor. Conduce a lugares desconocidos, pero familiares.
Esos son los escuetos elementos de los que me sirvo cuando voy al rescate de una mente perdida en su sueño o en su pesadilla.
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SOÑAR QUE DESPERTAMOS.
Este método considerado fácil, requiere para mí un gran esfuerzo: calmar la mente, que me debe colocar en la conciencia de mi propia conciencia.
Al decirme que llevas mucho tiempo trabajando conmigo en esto, lo comprendo y lo acepto pero me tengo que formular mil preguntas: Falta de atención? nervios? torpeza? Es cierto que se cuelan mil cosas más, pero aspiro a la paz, y tal como voy no la consigo.
Gracias por tu paciencia y bondad.
Estamos hablando de estados mentales de calma que podemos intuir o incluso percibir como existentes, pero que son muy escurridizos. En cuanto intentamos capturarlos, desaparecen. Yo no puedo conseguirlo, porque en cuanto mi yo hace aparición, desaparece el hechizo. El yo no sirve. Es demasiado ruidoso. Es muy cierto lo que dices Ángeles, y no es una cuestión de nervios o torpeza. Simplemente nuestra mente nos distrae sin cesar con sus quejidos y cábalas, mientras la vida transcurre. La paz son esos instantes en que no hay nadie, ni nosotros mismos, pero nada se hecha en falta. No intentes conseguirlo, porque entonces se escapa. Es así de sutil y así de ubicuo.