Es curiosa la relación amor-odio que tenemos con la realidad. Si bien solemos perseguir aquello que nos es placentero, vivimos en constante rebelión con aquello que no nos gusta, esforzándonos por controlar todo lo que nos incomoda o nos daña. Realizamos multitud de esfuerzos inútiles para forzar un determinado discurrir de la vida cuando, en realidad, está lejos de nuestro control.

Una de las estrategias que solemos usar es la negación. No querer ver aquello que es evidente. Esta suele surgir como mecanismo de protección, que durante un tiempo puede funcionar. A veces, aprendemos esta manera de afrontamiento en el núcleo familiar. Por ejemplo, hay familias en las que no se habla de los eventos importantes que ocurren ni de los conflictos que se generan, como si al no hablar de ello no existieran y no permitieras a la realidad colarse hasta tu conciencia. Es como si hiciera falta la palabra y la comunicación para que la realidad exista en nosotros y que si no hablaras de ella (con los demás o en el propio pensamiento) se desvaneciera como un sueño que al despertar no recuerdas. Pero no es posible negar la realidad: permanece en nosotros como una especie de olor que nos impregna. La realidad forma parte de nosotros mismos, y a veces es como una sombra en nuestra conciencia que nos sigue afectando. Y a menudo, corremos el peligro de no ser capaces de reconocerla por nuestra ceguera.

Si bien es cierto que en el momento de negación evitamos las emociones desagradables, como la tristeza, el enfado o la decepción, y el tener que reaccionar, en realidad estamos retrasando el momento de hacerlo. No es cierto que vivir ignorando aquello que no nos gusta solucione nada. Es más, cuando aprendemos a “no afrontar” la realidad de esta manera, dejamos de aprender lecciones muy valiosas como la de saber gestionar las propias emociones y los conflictos. Nos convertimos en personas que no están en contacto con la realidad, con nosotros mismos y, por extensión, no alcanzamos a conectar con los demás.

Estar en contacto con nosotros mismos, nuestras emociones y nuestro mundo interior y el exterior, es lo que nos permite vivir integrados con la vida. Mirar la realidad nos da la oportunidad de aceptar lo que ocurre y de aceptarnos, a su vez. No significa que en la realidad no exista el dolor, porque el dolor es parte de la vida y se aprende a vivirlo y gestionarlo y a crecer tras su paso. Es una quimera pretender huir del dolor, ya que siempre nos alcanza y no reconocerlo nos impide pasar por él en las mejores condiciones. Ver nos permite vivir.

El escape nos puede funcionar por un tiempo, pero normalmente la falta de contacto con lo real acaba manifestándose de alguna manera destructiva, como trastornos mentales, adicciones, egoísmo, despotismo, problemas en las relaciones con los demás. No siempre es fácil mirarse a uno mismo. Salir de la ignorancia para enfrentarnos a nosotros puede ser duro. Pero es el inicio de la reconciliación con nosotros mismos, de un crecimiento. Es el inicio para aprender a aceptarnos, cuidarnos y querernos. Negarse a uno mismo y a la realidad es imposible, y el intento desesperado de hacerlo no está libre de consecuencias. Es una forma más de maltratarnos.

La realidad es fascinante en sí misma, aquí y ahora. Bucear, explorarla, experimentarla, llenarla de contenido, nos conduce al bienestar. En cambio, si nos dejamos llevar por la ignorancia construimos un muro alrededor de nosotros mismos que nos va dejando cada vez más aislados, sin tierra firme donde pisar.

Como dijo el famoso poeta Antonio Machado: “Peor que ver la realidad negra es no verla”.

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